EL CONDE H.
Como el maestro Goya se demoró
pintando a la condesa de Noailles e hizo esperar a Guillermardet,
el embajador francés, luego hubo de compensarle y anteponer el
retrato del noble sueco Óscar H. al de otras grandes señoras
Antes de que el señor de Goya entrara con sus bártulos en la Embajada de Francia, Guillermardet le había advertido que el sueco se había presentado en Madrid sin manda alguna, con el único deseo de ser pintado por un magnífico artista de nombre Francisco de Goya cuya fama había llegado al norte de Europa, y añadió que el hombre sufría una extraña enfermedad desde que desembarcara en el puerto de Gijón, nada contagiosa por otra parte pues que él compartía con su huésped mesa y conversación y no le había transmitido la dolencia. La dolencia o lo que fuere. Porque doler no dolía, simplemente el noble, de apellido impronunciable, sudaba, echaba agua por todos los poros de su piel, debido al sol que castigaba la meseta castellana. Y se extendió que él, médico de profesión, no había oído ni leído de la enfermedad o lo que fuere, y que si la Convención, que andaba a la greña en París, le dejara tiempo libre la estudiaría y hasta escribiría un tratado.
Don Francisco de Goya, una vez asimiló los halagos del embajador, entró en consideraciones. Dudó, vaya, si aceptar el encargo, no fuera el sueco a contagiarle de algún mal, pues que ya había tenido bastante con los catarros ordinarios y con la epilepsia o el mal francés, a saber, que había padecido; aquella terrible complicación que lo postró en la cama, le quitó el sentido, le afriebró hasta el delirio y lo dejó sordo total.
Guillermardet terminó con su reticencia. Le explicó que el hombre sudaba agua, un agua clara como de manantial, y que bebía mucha más de la que expulsaba, lo único, que resultaba desagradable contemplarlo con el rostro lleno de gotillones y con el traje empapado. Además, le aseguró que le pagaría con reales de buena ley.
Ante las garantías del embajador, Goya tomó el trabajo y por si corriera riesgo de salud le pidió doble precio que a la señora condesa de Noailles.
El sueco era un grandullón de ojos limpios y claros, de tez muy pálida y de cabello bermejo, muy parlotero y agradable. Hablaba un francés perfecto, mucho mejor que el del señor de Goya. Los dos varones se cayeron simpáticos a primera vista y se apretaron las manos con calor.
Nada observó el pintor de aquello del agua de que le hablara el ministro plenipotenciario del país vecino. Por eso estudió al hombre para ver si lo sentaba en un sillón, si lo acercaba a una cómoda o a una ventana, si le poma un libro en las manos; para ver cuál era el lado bueno de su cara y si tenía en ella algún defecto, no fuera a sucederle lo mismo que le ocurrió con la infanta María Josefa cuando la pintó, pues que luego la dama le echó en cara que la hubiera sacado en el cuadro con la inmensa peca que llevaba en la sien de nacimiento.
Y andaba en tal menester el pintor, llevando al hombre del norte de un lugar a otro de la habitación, haciéndole sentar y levantar y, a poco, el sueco, el conde de H., sacó un pañuelo y se secó el rostro y las manos; y, a poco, otro pañuelo y otro y, a poco, ya caían gotas de agua clara de las telas de batista y su frente chorreaba, como bien había predicho el ciudadano Guillermardet.
El maestro acercó al hombre a la ventana porque corría un cierto viento serrano. Hizo que se sentara en una silla, cruzara una pierna sobre la otra y apoyara el codo en el alféizar, dispuso por allí un escabel, un tapiz y unos floreros. Y ya se inició con el carboncillo.
El otro hablaba y hablaba. Goya le atendía a ratos porque si miraba sus pies o sus manos para retratarlo no podía ver sus labios, y eso que, desde que le faltara Luis Gil, su intérprete, que andaba en Zaragoza, había aprendido a leer en la boca de las personas.
El hombre del norte le informó de dónde procedía, de un lugar cuyo nombre llevaba tanta consonante que no lo entendió. Un lugar donde había muchos más días de invierno que de verano, y de calor ninguno.
El pintor, como el sueco no paraba quieto un momento porque necesitaba un pañuelo tras otro, y los sacaba de la bocamanga, hizo un alto en su labor y leyó en su boca lo que le decía: que era señor de bosques, renos, zorros, perdices de las nieves, osos, linces, salmones, anguilas y de multitud de pájaros, pero de poca gente, de muy poca, porque ninguna persona le quería servir, ni aún los aborígenes, los lapones, y eso que pagaba bien.
El aragonés se interesó por lo que le contaba el noble. Detuvo su trabajo. Le sirvió agua y se sentó a su lado.
El conde H. continuó que era un hombre como los demás, pero que, desde que pisó la tierra de Castilla, no paraba de sudar. Todo porque siempre había ido por el mundo sin ver el sol. En el momento en que pasó el puerto de Pajares y se acabaron las nubes que cubrían el cielo y él se asombró de que el perímetro del astro rey fuera tan grande, no había dejado de desaguar por donde no debía, porque una cosa era orinar o arrojar heces, pero no tanta sudación.
Cierto, añadía el sueco, que no había conocido climas calurosos, que, desde que naciera, en el norte de Europa habían soplado vientos helados de Levante, con lo cual, parecía siempre invierno y las temperaturas en aquellos lugares eran gélidas... Y su ama de cría —pobre dueña— falleció de congelación mientras le daba teta... Y toda su familia hubiera muerto del mismo modo a no ser por su señor padre que entendió que el problema estaba en su hijo unigénito y heredero del condado, y llenó la casa de estufas y chimeneas, destrozando los bosques vecinos. Y, amén de los vientos —seguía el parlotero—, llevaba frío en su cuerpo, según comprendió su progenitor, y tenía fríos los humores. Y, cuando estuvo en la guerra contra Rusia, donde se ganó la cruz de caballero de la Orden de la Espada y la de la Estrella Polar —tales fueron sus hazañas—, hizo mal tiempo en verano, un tiempo que no se recordaba tan infame. Y, al entrar en suelo de Castilla o de León —tal vez fuera de León, perdone el señor de Goya—, con un sol inmisericorde, había comenzado a licuarse como si fuera un trozo de hielo, y no paraba. Si no vea vuesa merced, mi amigo don Francisco, que ya he mojado la tapicería de la silla y, bajo ella hay un charquito que pronto se convertirá en charco... Y habré de ir a tomar un baño de hielo... hielo que he mandado comprar muy caro en los neveros de los Pirineos... Y he de andar por esta casa vestido sólo con un taparrabos, y llevando un criado delante mío asonando la campanilla para avisar de mi presencia... Y si no acabáis aprisa quizá me muera, señor Pintor de Cámara...
Oyendo al hombre y viendo el charco que había en el suelo, el maestro Goya decidió terminar el retrato cuanto antes para que el sueco tornara a su país, puesto que necesitaba otros climas. Empleó un día y una noche, le pintó el rostro, silueteó las manos y el resto del cuerpo, le pidió el traje que llevaba, las cruces que ganó en sus guerras, las medias, los zapatos y un pañuelo, que lo guardó de recuerdo, y le encareció consultara a otros médicos porque Guillermardet no valía, o partiera presto hacia su casa. Se comprometió a remitirle por el ordinario el cuadro, la ropa y las condecoraciones, y lo cumplió. Pagó a cinco reales la legua, una fortuna.
El conde H. le escribió una larga carta. En ella le comentó que, apenas volvió a coronar el puerto de Pajares y comenzó el nublado y la lluvia, dejó de sudar; y adjuntó pagaré.
El maestro Goya también escribió una larga carta a su amigo Moratín diciéndole lo que había visto y leído en los labios del hombre del hielo.
Leandro Fernández de Moratín le respondió a vuelta de correo con una minuta muy breve: no me creo una palabra de lo que me aseguras en la tuya del conde sueco, Paco. Eres un cuentacuentos. No pienso preguntarle nada a Guillermardet, se reiría de mí. Déjame de tus invenciones que estoy muy ocupado, voy a estrenar una comedia... Te invitaré... A Dios.
A la autora de este relato le ha sido imposible constatar si fue verdadero o no lo que Goya escribió a Moratín sobre el conde H., y eso que lo ha intentado, que ha preguntado a especialistas, a sabios y a menos sabios y hasta en la Embajada de Suecia, donde le han respondido que el cuadro no figura catalogado en ningún museo del país, pero ni personas ni libros le han dado noticia del hombre del hielo o de su retrato. Deja pues la cuestión como está, dudosa, muy dudosa, para que, si ha lugar, la retome algún estudioso o doctorando y, si es posible, la aclare.